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Tres días

«La vida son tres días… uno fue ayer, y mira hoy a la hora que estamos» – me dice mi padre postizo a cada rato, desde una aldea gallega llamada Mougá, donde el próximo 11 de septiembre cumplirá 60.

Rodrigo nació uno de esos tres días, en la calle María, cerca de la puerta de la familia Franco, en Ferrol.

Al segundo, Salvador Allende fue derrocado en La Moneda. Y Virginia comenzó con sus padres el exilio que la llevaría de Chile a Suecia, a La Habana, a Madrid, a Mougá.

Al tercero, el Noticiero Nacional de la Televisión Cubana anunciaba la caída de las torres gemelas, mientras yo visitaba en Casablanca, con mis antiguos compañeros de La Lenin, a mi antigua profesora de Literatura – recién alumbrada tras años de tratamiento de infertilidad.

La vida son tres días, me dice Rodrigo.

Y lo recuerdo mientras cumplo 3(0).

Uno fue ayer – en Ferrol, en La Habana, en Temuco, en Casablanca…

Y mira hoy – en Bonn – a la hora que estamos.

La Lenin, la pelota, mi profesor de periodismo

Tengo varios post de diciembre pendientes. Pero no tengo mucho tiempo. Han quedado en formato de «borrador», envejeciendo antes de tiempo, desactualizándose, esperando… Trato de compensarlo con invitaciones, con citas. Y hoy le ha tocado a mi antiguo-joven profesor de Periodismo en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. No sé cómo llegué de nuevo a él, justo hoy. Hace mucho que no intercambiamos correos. Pero ví su foto de perfil ayer en Facebook, en un Grupo de Estudiantes y Graduados de FCOM, y hoy sin querer pasé por la carpeta de mi laptop donde guardo su e-libro: «Un juego de Pelota en Londres y otras crónicas exageradas» (publicado hace años por Cubaliteraria).

La Lenin

Al releer la crónica que da título al libro recordé nuestra primera conversación extra-académica. Después de una consulta sobre mi primer reportaje (uno sobre la situación de los maestros en la Cuba de finales de los ’90), descubrimos que ambos habíamos estudiado en La Lenin (para muchos el mejor preuniversitario del país). Y aunque el resto de los muchachos del grupo hacía fila afuera para consultar los avances de sus propios reportajes, no pudimos resistirnos a intercambiar algunas historias, personajes, nostalgias de «egresados».

Mi profesor de Periodismo

Luego vino una clase en que Julieta era una flor, Romeo una piedra, y nuestro joven profesor de periodismo lanzaba una tiza contra la pizarra (desde el fondo del aula) y nos dejaba a todos electrizados, atentos. Listos para inventar una nota informativa donde los resultados de una encuesta entre estudiantes de periodismo revelaran sus aspiraciones personales y profesionales, su idealismo, sus más cándidas inocencias de entonces. Recuerdo que corría el año 1999, que ya habíamos salido a las calles de La Habana días antes, a preguntarle a la gente si era feliz (¡para escribir una noticia sobre eso!). Recuerdo también que terminamos hablando de la gestión de gobierno de Hugo Chávez (¿o esa fue otra clase?)… pero no recuerdo los personajes que elegimos para ser, en aquella aula que llamaban «la pecera».

La pelota

Seguramente mi amiga Karen, que siempre tuvo una memoria prodigiosa, lo recuerda. Elena no. Ella solía olvidar esas cosas, como yo. Y entonces acudíamos a Wiki-Karen, que recordaba fechas, nombres, números de carnet de identidad de once dígitos (en esos años los «tiempos de máquina» eran realmente codiciados en los laboratorios de FCOM y la conexión a internet sencillamente «casual»). Karen era fanática a la pelota e industrialista, como «JotaO» (el profe). Debe ser por eso que esta crónica me la recuerda explicándonos las reglas, enumerando los nombres de los peloteros, discutiendo «de tú a tú» con los varones.

Por eso hoy mientras recuerdo (mientras releo ciertas relaciones  entre el teatro, La Lenin, la democracia y la pelota), les dejo aquí la cita de labanaestaentodaspartes de hoy, mi invitación para leer a «JotaO», que escribiendo un doctorado sobre ideologías profesionales de los periodistas cubanos se llevó su esquina de Labana para Londres. (Espero que Jota me perdone que «modularizara» un poco el texto, segmentando párrafos y destacando secciones, para hacerlo legible con el ancho de columna de este Blog)


Un juego de pelota en Londres

Por: Juan Orlando Pérez

Los ingleses no saben nada de pelota. Ni siquiera saben que ellos, los ingleses, fueron los primeros campeones mundiales, vencedores en aquel raquítico primer campeonato mundial de aficionados, en 1938, en donde tan solo se presentó otro equipo a disputarles el título, Estados Unidos. Una misteriosa Federación Británica de Béisbol, de la que nadie ha oído jamás hablar, organiza pacientemente los campeonatos nacionales desde 1890, casi sin interrupciones apreciables. Por desgracia, la prensa no le dedica ninguna atención a tan agitados eventos, cuya calidad no nos atrevemos a imaginar.

En el campeonato del 2001, los feroces Bucaneros de Brighton destronaron a los temibles Guerreros de Londres, que les habían arrebatado el título el año anterior. Es muy loable el entusiasmo de esos aficionados británicos al béisbol, que no son muchos, pues según la propia Federación el número de jugadores registrados en todo el Reino Unido es de solo dos mil. Es muy probable que los campeonatos transcurran en la mayor intimidad, con un público compuesto casi exclusivamente por familiares y amigos de los jugadores, sin bullicio, ni insultos, ni discusiones virulentas, ni enfermiza rivalidad. Esos juegos de pelota del campeonato británico deben ser casi como bailes de la corte, todo cortesías y zalemas elegantes. Ningún jugador blasfema, ninguno gargajea, ninguno se soba procazmente la entrepierna. ¿Habrase visto jamás forma más insípida y aburrida de jugar a la pelota? Deberíamos invitar a los Bucaneros de Brighton a realizar en Cuba una demostración de civilidad beisbolera. Definitivamente, los ingleses no saben nada de pelota.

Tanto más extraño que entre las obras más aplaudidas esta temporada en los teatros del West End londinense aparezca una de béisbol, Take Me Out, que esta semana ha cerrado triunfalmente sus presentaciones en el Donmar Warehouse el teatro que dirige San Mendes, famoso por American Beauty. Cierto, el Donmar es un teatro pequeño, que no es difícil llenar. Pero sus producciones, originales, riesgosas, siempre rigurosas e interesantes, han otorgado a la salita notable prominencia en el itinerario de los aficionados al teatro dramático en Londres, que, pueden creerme, son muchos más que los aficionados al béisbol. El éxito de Take Me Out ha sorprendido a algunos críticos, y acaso podría decirse que los ha ofendido. Michael Billington, en The Guardian, declaró que el estreno mundial de una obra sobre béisbol en la menos beisbolera de las ciudades, Londres, «da la medida de nuestra infatuación con Estados Unidos». Billington apuntó, amargamente, que era difícil imaginar que un teatro de Nueva York devolvería el cumplido «estrenando una obra sobre críquet». Su colega del fraterno The Observer, Sussanah Clapp, fue más generosa, y reconoció que incluso a ella, «la menos interesada en el juego y en los jugadores», Take Me Out la había convencido de que «el béisbol puede ser una obsesión, y un juego que puede estar lleno de significado».

Es lo mismo que yo trato de explicarle a algunos amigos a los cuales la simple mención del béisbol les provoca arcadas de asco. Estos amigos creen que el béisbol es fastidioso, demasiado estático, lento, exageradamente complicado y carente de belleza atlética. Algunos incluso creen que el juego de pelota, que exalta la fuerza bruta de los sluggers, la picardía de los robadores de base, el poder arrogante y solitario de los pitchers, y la feroz guerra de vanidad por el liderazgo en los averages, es una pequeña antología de los peores rasgos de nuestro carácter nacional. No les falta razón. El béisbol es un deporte lleno de vicios. Pero aún así, lleno de vicios, injusto, trágico, a veces brutal, debo admitir que me sigue fascinando.

Aunque quizás ya no tanto como en aquellas viejas noches de la adolescencia, en la Lenin. (La Lenin fue en una época, y tal vez todavía es, no podría asegurarlo, uno de los mejores internados de Cuba). En las noches de la Lenin, cuando se apagaban las luces en los albergues, y los profesores se retiraban, la vida continuaba secretamente, los muchachos adquirían una libertad limitada, frágil, siempre a punto de ser cancelada otra vez por el regreso inesperado de un profesor, pero libertad al fin, que en el régimen de disciplina casi militar que regía en la escuela, era la posesión individual y colectiva más preciada. Aquella libertad tenía clásicos defectos, la anarquía, la falta de ley, el abusivo imperio de los más fuertes, la desprotección de los más débiles. Ah, pero era mil veces preferible a la persecución de los directores, que imponían castigos por cualquier minucia, a los varones por tener el pelo ligeramente largo o los pantalones muy estrechos, a las muchachas por tener las medias caídas o por lucir en el pelo hebillas de otro color que los colores nacionales.

La escuela funcionaba con la precisión de un reloj suizo, y los muchachos estaban siempre corriendo para llegar a tiempo a todas partes, al acto matutino, a la lectura del periódico, al comedor, a la clase de Español, al laboratorio de Biología o al de Física. Por los altavoces, los profesores y directores daban continuas instrucciones. «Son las seis y cuarto de la mañana…», tronaba una voz en el silencio del amanecer. «¡Es hora de levantarse! ¡Va a comenzar la gimnasia matutina!». Luego: «¡Quedan dos minutos para comenzar el matutino! ¡Todos los estudiantes deben dirigirse al área de formación!». O bien: «¡Son las ocho menos cinco! ¡Todos los estudiantes deben dirigirse a la plaza de formación para ver el noticiero!» Por la noche, al fin, a las diez y cuarto, al apagarse la luz en los albergues, los muchachos disponían de ocho horas enteras para ellos mismos, y siempre que no se enteraran los profesores, podían hacer lo que les placiera.

Había, sin embargo, pocas distracciones que animaran aquellas largas noches. La noche del domingo, el día en que los muchachos volvían a la escuela después del pase de fin de semana, noche triste y nerviosa, de sábanas limpias y frías. La noche del lunes, pesada, densa, el fin de semana parecía inalcanzable, cinco días parecían tanto como mil años. La noche del martes, noche de brujas, lo peor siempre pasaba un martes. La noche del miércoles, abierta y brillante, el fin de semana comenzaba a vislumbrarse en el horizonte. La noche del jueves, noche de recreación, caótica y festiva, que era a veces antesala de la libertad plena, cuando tocaba pase el viernes, cada quince días. La noche del jueves era la mejor noche, los muchachos podían bailar, y para los que no bailaban, en el cine de la escuela pasaban películas rumanas, checas y polacas, que parecían filmadas por los camaradas Ceausescu, Husak y Jaruzelsky en persona, tan aburridas eran. Finalmente, la noche del viernes, en las semanas largas, cuando el pase tocaba el sábado, noche despejada y feliz, no había que preocuparse por entregar tareas el día siguiente, y los muchachos podían terminar de comer los restos de golosinas, carne enlatada o frutas que habían traído de sus casas el domingo para atenuar el hambre cruel de toda la semana.

Las noches eran largas, todo lo largas que pueden ser las noches en esa bendita edad, electrizadas por la tensión del crecimiento, de la temprana adultez, por feroces, mal satisfechos apetitos sexuales, y por los muy grandes conflictos de la delicada política social de los grupos juveniles. En los albergues de varones había largas conversaciones clásicas sobre mujeres. Es de imaginar que en los albergues femeninos había igualmente largas conversaciones sobre hombres, aunque tal vez más recatadas, y con un lenguaje más depurado. Algunos muchachos contaban sus aventuras, los avances que iban realizando en la exploración de los cuerpos de sus novias, algunas de las cuales al fin consentían en ir hasta la Loma del Cake, un montecito en las inmediaciones de la escuela donde tenían lugar continuamente iniciaciones y desvirgamientos.

Algún día se colocará un monumento recordatorio en la Loma del Cake, que era, además, sitio donde se dirimían duelos de honor, o donde se refugiaban los ladronzuelos que se robaban la merienda del grupo, casi invariablemente masarreal o torticas, aunque a veces había marquesitas o pie de guayaba. En las noches, la tensión en los albergues podía rápidamente degenerar en peleas, o era descargada sobre unos pocos desgraciados, los débiles, los afeminados, los díscolos, todos los que no encajaban en aquella pequeña sociedad que replicaba tristemente los prejuicios, el desorden y los crímenes del mundo de los adultos.

En aquellas noches, la pelota, que escuchábamos en un radiecito Juvenil 80, orgullo de la industria nacional, era el entretenimiento mayor, y el único punto de contacto con el mundo exterior de aquellos niños náufragos, el único contacto con la vida que transcurría fuera de la escuela y que no terminaba a las diez y cuarto sino que se prolongaba felizmente toda la noche y hasta la madrugada. Quizás ahora ya la pelota no me fascina tanto como en aquellas noches de la Lenin, pero entonces me parecía que el centro del mundo estaba en el estadio Latinoamericano, o en cualquier otro estadio donde estuvieran jugando los Industriales, un sitio lleno de luz y de calor humano, de angustia y de placer, distante a mil años de nostalgia de la caverna lúgubre que era la escuela cuando se apagaban las luces.

Desde algún rincón de Cuba nos llegaban a la escuela todas las noches, a mediados de los candorosos años ochenta, las voces de Armando Fernández Lima y Ángel Miguel Rodríguez, la pareja de narradores de COCO, que era la mejor del país, mejor en todo caso que la dupla de Radio Rebelde, a la que siempre le sospechamos velados sentimientos antindustrialistas. «¡Sssssstriiiike caaantadoo, lo rrrrretrataron en el home play!», gritaba Ángel Miguel, y si el ponche lo había propinado un pitcher de Industriales, el albergue estallaba de emoción, con excepción de los impopulares seguidores de Vegueros o de Villa Clara, u, horror mortis, de los abominables santiagueros, colados entre aquella jauría de habaneros sectarios.

En la Lenin vivimos apasionadamente todos los grandes acontecimientos beisboleros de la época, el más feliz de todos, la victoria de Cuba en el campeonato mundial del 88, cuando en la situación más desesperada contra Estados Unidos, Lourdes Gourriel empató el juego con un jonrón, y luego nuestro héroe, Lázaro Vargas, conectó el hit del triunfo definitivo contra los yanquis. El momento más triste fue la final del fatídico campeonato del 89, cuando en el noveno inning del último juego, en el Guillermón Moncada de Santiago de Cuba, con las bases llenas y dos outs, el gran Euclides Rojas dio un pelotazo a Juan Manrique y los Industriales perdieron un título que habían merecido ampliamente.

Año tras año, los Industriales nos decepcionaban cruelmente, pero sin remedio volvíamos a enrolarnos en su causa cuando comenzaba la nueva temporada. Aquel era el Industriales mágico que había ganado el campeonato del 86 con el jonrón de Marquetti, un momento tan hermoso que fue mejor que en las películas de béisbol. Industriales, después, perdió todos los campeonatos, pero siempre jugando con más elegancia, clase y precioso estilo que sus bastos y deslucidos rivales, y eso nos proporcionaba algún consuelo. Aunque al final se derrumbaran, los Industriales nos alegraban las noches de la Lenin cuando realizaban alguna estupenda jugada, tal vez un doble play de Juan Padilla y Germán Mesa, tal vez una atrapada de Javier Méndez en el jardín central, que nosotros no veíamos, pero que en la descripción de Fernández Lima o de Ángel Miguel Rodríguez parecía aún más hermosa que en la realidad. Ahora Industriales es un equipo anémico, decrépito y arruinado. Pero todavía yo les guardo respeto y una profunda, aunque dolida, lealtad.

En la Lenin el deporte más practicado no era el béisbol, que es tan difícil. Los partidos de béisbol en las competencias de la escuela eran aburridísimos, los pitchers regalaban continuas bases por bolas, y los errores ocurrían a tutiplén. En cambio, los partidos de fútbol o los de baloncesto, más fluidos y despejados, resultaban muy emocionantes y atraían grandes concurrencias. A veces, los muchachos jugaban algunas variantes más fáciles del juego de pelota, el cuatroesquinas, o el taco. Allá por el 89, yo jugaba al taco con R., cuya ineptitud deportiva era proporcional a la mía, por lo que nos repartíamos triunfos y derrotas. R. era un muchacho orgulloso y huraño, incluso algo arrogante, aunque en realidad bajo aquella capa de soberbia hubiera miedo y confusión.

Un día desdichado cayó en poder de algún chismoso el diario de R., en el que este, con un candor exquisito, contaba sus aventuras homosexuales en la ciudad, los fines de semana. Un tribunal masculino se reunió de emergencia para juzgar a R. sumarísimamente, y aconsejó al pobre abandonar la escuela antes de que los otros varones del albergue lo atraparan y le dieran una feroz paliza, que era la forma habitual en que casos semejantes eran ventilados. El consejo, en realidad, era un dictamen de expulsión deshonrosa, incluso viniendo de mi grupo, que era una banda de noblones, buenos muchachos que vivían en paz, estudiaban desganadamente, quemaban todos los días para impresionar a las bellas con sus abultados músculos, y discutían con agitado interés todas las nuevas noticias que llegaban de la perestroika soviética, que por entonces era el tema de mayor atracción después del sexo y del béisbol.

Todo en aquella época, el sexo, la política y el béisbol, estaba mezclado. Cuando Mijail Gorbachov paseó en triunfo por Rancho Boyeros, nuestra escuela acudió a saludarlo, pero nosotros llevamos nuestro radiecito para escuchar la transmisión de un insignificante juego entre Ciudad de La Habana y Camagüey, que entonces nos parecía tan trascendental como la amistad cubano-soviética. Dados los acontecimientos posteriores, no nos faltaba razón. R. se fue, evitando al menos la suerte fatal de otros desgraciados que se fueron de la escuela medio muertos, después de pasar por las manos de un pelotón de torturadores, sus propios compañeros. Dondequiera que R. esté, ojalá que no nos haya perdonado.

Es curioso que en Take Me Out (¿se acordará el paciente lector de Take Me Out, el verdadero tema de esta crónica?) el hecho que desencadena el conflicto dramático sea precisamente que el protagonista, Darren Lemming, uno de los mejores jugadores de las Grandes Ligas, líder de los Empires, gran bateador, admirado por sus compañeros, adorado por el público, un formidable héroe moderno, revele de repente que es homosexual. Curioso, porque los jugadores de béisbol, pura testosterona y soberbia machista, no parecen, a primera vista, personajes propios de una historia de confusiones sexuales. Este detalle, seguramente, explica el interés que la pieza ha despertado incluso entre espectadores completamente ignorantes de las reglas del béisbol.

Por fortuna, Darren Lemming, interpretado enérgicamente por Daniel Sunjata, no es el típico héroe de tanta mediocre y obsesiva literatura gay, sino un carácter vigoroso, pleno, desafiante y viril, que no atraviesa crisis de identidad sino políticas, de relaciones sociales. «Yo voy a tener sexo, y lo voy a hacer porque soy rico y famoso y talentoso y bien parecido, así que es ley que lo haga», proclama Lemming. «Preferiría hacerlo con un hombre, pero, en realidad, cuando todo esté dicho y hecho, preferiría más bien jugar béisbol». Un amigo le da un consejo a Lemming, que parece tan seguro de sí mismo: «Hasta que no ames a alguien no conocerás tu propia naturaleza». Ese consejo provocará finalmente una tragedia, un crimen en pleno terreno de béisbol, un pelotazo mortal lanzado contra la cabeza de un bateador. ¿Accidente? ¿Asesinato?

El autor de Take Me Out, Richard Greenberg, y el director, Joe Mantello, se toman casi tres horas para aclarar ese misterio. Tres horas es mucho tiempo en el teatro, y Take Me Out, después de un primer acto brillante, en el que las acciones alcanzan un ritmo mucho más veloz y excitante que el del propio béisbol, se prolonga demasiado en el segundo acto y languidece francamente en el tercero. La atención de los espectadores no decae tanto gracias la imaginativa recreación de los escenarios de la acción, los vestuarios del estadio, las duchas, la televisión, una habitación cualquiera y sobre todo, milagrosamente, el mismo terreno de béisbol, un teatro dentro del teatro. También habría que agradecer las actuaciones de todo el reparto, actores que el público ha visto antes haciendo papeles menores en algunas estupendas series norteamericanas como Sex and the City, The Sopranos o NYPD, pero que nadie recuerda.

En particular, son muy apreciables las actuaciones de Neal Huff, que interpreta a Kippy Sunderstrom, el jovial narrador, amigo de todos, tolerante y bondadoso, que tendrá al final mayor implicación en los hechos de lo que parecía al principio, y la de Denis O’Hare, en el papel del Mason Marzac, el agente de negocios de Darren Lemming, homosexual contenido y renuente, con los nervios a flor de piel y el corazón brincándole en el pecho cada vez que el titánico Lemming lo mira a los ojos o le roza la pierna. O’Hare, generoso en sus emociones y en sus gestos, tiene el mejor momento de la noche cuando pronuncia el largo monólogo de Marzac acerca del significado del béisbol. Después de todo, Take Me Out es solo un pretexto para la celebración del juego, y si algún espectador estaba más interesado en discutir políticas sexuales y no en el misterio del béisbol, debe haber salido decepcionado. No en balde, en el programa de la función fue incluido un glosario de términos técnicos del béisbol que a los cubanos nos resultan muy familiares pero que los ingleses desconocen totalmente.

Take Me Out es una historia de amor, pero no entre hombres, como pensaron muchos despistados, sino de los hombres con el juego. «El béisbol es el verano, limonada y mi papá», declara nostálgicamente un personaje. Pero Mason Marzac, que no juega, es el que mejor lo explica. Cuando el enfurecido Lemming quiere abandonar el béisbol, Marzac se horroriza. Su vida, le explica Marzac a su cliente, ha quedado transformada desde que asiste a los partidos. Antes no sabía las reglas, ahora toda su vida pende de un out o de un hit. «La vida es tan corta, y tan ordinaria… tú me has sacado de ese hastío», le dice Marzac a Lemming, pero esa declaración de amor no está dirigida al hombre hermoso, sino al glorioso jugador.

«El béisbol», dice Marzac-O’Hare, arriesgadamente, «es una metáfora de la esperanza en una sociedad democrática». Suspira, y explica: «En el béisbol, todo el mundo tiene una oportunidad, y la posibilidad de sacar el mayor partido de ella». Es cierto, de alguna forma, el béisbol es una alegoría de la delicada relación de equilibrios entre el individuo y el grupo, la victoria es una realización colectiva, pero la contribución de cada quien está claramente marcada, se sabe quién jugó bien y quién cometió errores fatales. Cada uno tiene derecho a gozar por un instante de toda la atención, cuando le toca el turno de batear se convierte en el jugador más importante. Depende de él aprovechar ese instante, alcanzar la gloria, o bien, si falla, hundirse en la oscuridad y el olvido. Pero el béisbol es un juego de permanente optimismo.

En el béisbol, «nunca es demasiado tarde», dice Lemming en algún momento, hasta que no termina el juego no desaparece la ilusión de la victoria. «Es lo mejor de todo», admite también Marzac, «en el béisbol no hay reloj». Siempre queda una oportunidad para la redención, individual y colectiva, un jugador mediocre y despreciado puede un día salvar un juego, y un equipo debilucho puede ganarle con irritante frecuencia al equipo campeón. Debe ser por eso que el béisbol fue tan importante para nosotros en las viejas noches de la Lenin. Ahora, precisamente cuando los recuerdos de la Lenin se han vuelto al fin más tolerables, mi interés por la pelota se ha atenuado, sigo los campeonatos más distraídamente y no albergo vanas esperanzas en una resurrección de los Industriales. Pero todavía, cuando el campeonato termina, siento brevemente la misma sensación de abandono, de repentina soledad y desprotección, de hastío y desinterés por la vida cotidiana, que sentía en la Lenin cuando se terminaban los juegos al final de la primavera, los jugadores se iban de vacaciones y la radio callaba. «Ah, ¿qué vamos a hacer hasta la próxima temporada?», exclama Marzac al final de Take Me Out. Esa misma pregunta me hacía yo, al sacar la cuenta de que todavía faltaban dos meses para el fin de curso y muchas largas noches vacías.

Los ingleses no saben nada de pelota. Ni siquiera saben que ellos, los ingleses, fueron los primeros campeones mundiales, vencedores en aquel raquítico primer campeonato mundial de aficionados, en 1938, en donde tan solo se presentó otro equipo a disputarles el título, Estados Unidos. Una misteriosa Federación Británica de Béisbol, de la que nadie ha oído jamás hablar, organiza pacientemente los campeonatos nacionales desde 1890, casi sin interrupciones apreciables. Por desgracia, la prensa no le dedica ninguna atención a tan agitados eventos, cuya calidad no nos atrevemos a imaginar. En el campeonato del 2001, los feroces Bucaneros de Brighton destronaron a los temibles Guerreros de Londres, que les habían arrebatado el título el año anterior. Es muy loable el entusiasmo de esos aficionados británicos al béisbol, que no son muchos, pues según la propia Federación el número de jugadores registrados en todo el Reino Unido es de solo dos mil. Es muy probable que los campeonatos transcurran en la mayor intimidad, con un público compuesto casi exclusivamente por familiares y amigos de los jugadores, sin bullicio, ni insultos, ni discusiones virulentas, ni enfermiza rivalidad. Esos juegos de pelota del campeonato británico deben ser casi como bailes de la corte, todo cortesías y zalemas elegantes. Ningún jugador blasfema, ninguno gargajea, ninguno se soba procazmente la entrepierna. ¿Habrase visto jamás forma más insípida y aburrida de jugar a la pelota? Deberíamos invitar a los Bucaneros de Brighton a realizar en Cuba una demostración de civilidad beisbolera. Definitivamente, los ingleses no saben nada de pelota.
Tanto más extraño que entre las obras más aplaudidas esta temporada en los teatros del West End londinense aparezca una de béisbol, Take Me Out, que esta semana ha cerrado triunfalmente sus presentaciones en el Donmar Warehouse el teatro que dirige San Mendes, famoso por American Beauty. Cierto, el Donmar es un teatro pequeño, que no es difícil llenar. Pero sus producciones, originales, riesgosas, siempre rigurosas e interesantes, han otorgado a la salita notable prominencia en el itinerario de los aficionados al teatro dramático en Londres, que, pueden creerme, son muchos más que los aficionados al béisbol. El éxito de Take Me Out ha sorprendido a algunos críticos, y acaso podría decirse que los ha ofendido. Michael Billington, en The Guardian, declaró que el estreno mundial de una obra sobre béisbol en la menos beisbolera de las ciudades, Londres, «da la medida de nuestra infatuación con Estados Unidos». Billington apuntó, amargamente, que era difícil imaginar que un teatro de Nueva York devolvería el cumplido «estrenando una obra sobre críquet». Su colega del fraterno The Observer, Sussanah Clapp, fue más generosa, y reconoció que incluso a ella, «la menos interesada en el juego y en los jugadores», Take Me Out la había convencido de que «el béisbol puede ser una obsesión, y un juego que puede estar lleno de significado». Es lo mismo que yo trato de explicarle a algunos amigos a los cuales la simple mención del béisbol les provoca arcadas de asco. Estos amigos creen que el béisbol es fastidioso, demasiado estático, lento, exageradamente complicado y carente de belleza atlética. Algunos incluso creen que el juego de pelota, que exalta la fuerza bruta de los sluggers, la picardía de los robadores de base, el poder arrogante y solitario de los pitchers, y la feroz guerra de vanidad por el liderazgo en los averages, es una pequeña antología de los peores rasgos de nuestro carácter nacional. No les falta razón. El béisbol es un deporte lleno de vicios. Pero aún así, lleno de vicios, injusto, trágico, a veces brutal, debo admitir que me sigue fascinando.
Aunque quizás ya no tanto como en aquellas viejas noches de la adolescencia, en la Lenin. (La Lenin fue en una época, y tal vez todavía es, no podría asegurarlo, uno de los mejores internados de Cuba). En las noches de la Lenin, cuando se apagaban las luces en los albergues, y los profesores se retiraban, la vida continuaba secretamente, los muchachos adquirían una libertad limitada, frágil, siempre a punto de ser cancelada otra vez por el regreso inesperado de un profesor, pero libertad al fin, que en el régimen de disciplina casi militar que regía en la escuela, era la posesión individual y colectiva más preciada. Aquella libertad tenía clásicos defectos, la anarquía, la falta de ley, el abusivo imperio de los más fuertes, la desprotección de los más débiles. Ah, pero era mil veces preferible a la persecución de los directores, que imponían castigos por cualquier minucia, a los varones por tener el pelo ligeramente largo o los pantalones muy estrechos, a las muchachas por tener las medias caídas o por lucir en el pelo hebillas de otro color que los colores nacionales. La escuela funcionaba con la precisión de un reloj suizo, y los muchachos estaban siempre corriendo para llegar a tiempo a todas partes, al acto matutino, a la lectura del periódico, al comedor, a la clase de Español, al laboratorio de Biología o al de Física. Por los altavoces, los profesores y directores daban continuas instrucciones. «Son las seis y cuarto de la mañana…», tronaba una voz en el silencio del amanecer. «¡Es hora de levantarse! ¡Va a comenzar la gimnasia matutina!». Luego: «¡Quedan dos minutos para comenzar el matutino! ¡Todos los estudiantes deben dirigirse al área de formación!». O bien: «¡Son las ocho menos cinco! ¡Todos los estudiantes deben dirigirse a la plaza de formación para ver el noticiero!» Por la noche, al fin, a las diez y cuarto, al apagarse la luz en los albergues, los muchachos disponían de ocho horas enteras para ellos mismos, y siempre que no se enteraran los profesores, podían hacer lo que les placiera. Había, sin embargo, pocas distracciones que animaran aquellas largas noches. La noche del domingo, el día en que los muchachos volvían a la escuela después del pase de fin de semana, noche triste y nerviosa, de sábanas limpias y frías. La noche del lunes, pesada, densa, el fin de semana parecía inalcanzable, cinco días parecían tanto como mil años. La noche del martes, noche de brujas, lo peor siempre pasaba un martes. La noche del miércoles, abierta y brillante, el fin de semana comenzaba a vislumbrarse en el horizonte. La noche del jueves, noche de recreación, caótica y festiva, que era a veces antesala de la libertad plena, cuando tocaba pase el viernes, cada quince días. La noche del jueves era la mejor noche, los muchachos podían bailar, y para los que no bailaban, en el cine de la escuela pasaban películas rumanas, checas y polacas, que parecían filmadas por los camaradas Ceausescu, Husak y Jaruzelsky en persona, tan aburridas eran. Finalmente, la noche del viernes, en las semanas largas, cuando el pase tocaba el sábado, noche despejada y feliz, no había que preocuparse por entregar tareas el día siguiente, y los muchachos podían terminar de comer los restos de golosinas, carne enlatada o frutas que habían traído de sus casas el domingo para atenuar el hambre cruel de toda la semana. Las noches eran largas, todo lo largas que pueden ser las noches en esa bendita edad, electrizadas por la tensión del crecimiento, de la temprana adultez, por feroces, mal satisfechos apetitos sexuales, y por los muy grandes conflictos de la delicada política social de los grupos juveniles. En los albergues de varones había largas conversaciones clásicas sobre mujeres. Es de imaginar que en los albergues femeninos había igualmente largas conversaciones sobre hombres, aunque tal vez más recatadas, y con un lenguaje más depurado. Algunos muchachos contaban sus aventuras, los avances que iban realizando en la exploración de los cuerpos de sus novias, algunas de las cuales al fin consentían en ir hasta la Loma del Cake, un montecito en las inmediaciones de la escuela donde tenían lugar continuamente iniciaciones y desvirgamientos. Algún día se colocará un monumento recordatorio en la Loma del Cake, que era, además, sitio donde se dirimían duelos de honor, o donde se refugiaban los ladronzuelos que se robaban la merienda del grupo, casi invariablemente masarreal o torticas, aunque a veces había marquesitas o pie de guayaba. En las noches, la tensión en los albergues podía rápidamente degenerar en peleas, o era descargada sobre unos pocos desgraciados, los débiles, los afeminados, los díscolos, todos los que no encajaban en aquella pequeña sociedad que replicaba tristemente los prejuicios, el desorden y los crímenes del mundo de los adultos.
En aquellas noches, la pelota, que escuchábamos en un radiecito Juvenil 80, orgullo de la industria nacional, era el entretenimiento mayor, y el único punto de contacto con el mundo exterior de aquellos niños náufragos, el único contacto con la vida que transcurría fuera de la escuela y que no terminaba a las diez y cuarto sino que se prolongaba felizmente toda la noche y hasta la madrugada. Quizás ahora ya la pelota no me fascina tanto como en aquellas noches de la Lenin, pero entonces me parecía que el centro del mundo estaba en el estadio Latinoamericano, o en cualquier otro estadio donde estuvieran jugando los Industriales, un sitio lleno de luz y de calor humano, de angustia y de placer, distante a mil años de nostalgia de la caverna lúgubre que era la escuela cuando se apagaban las luces. Desde algún rincón de Cuba nos llegaban a la escuela todas las noches, a mediados de los candorosos años ochenta, las voces de Armando Fernández Lima y Ángel Miguel Rodríguez, la pareja de narradores de COCO, que era la mejor del país, mejor en todo caso que la dupla de Radio Rebelde, a la que siempre le sospechamos velados sentimientos antindustrialistas. «¡Sssssstriiiike caaantadoo, lo rrrrretrataron en el home play!», gritaba Ángel Miguel, y si el ponche lo había propinado un pitcher de Industriales, el albergue estallaba de emoción, con excepción de los impopulares seguidores de Vegueros o de Villa Clara, u, horror mortis, de los abominables santiagueros, colados entre aquella jauría de habaneros sectarios. En la Lenin vivimos apasionadamente todos los grandes acontecimientos beisboleros de la época, el más feliz de todos, la victoria de Cuba en el campeonato mundial del 88, cuando en la situación más desesperada contra Estados Unidos, Lourdes Gourriel empató el juego con un jonrón, y luego nuestro héroe, Lázaro Vargas, conectó el hit del triunfo definitivo contra los yanquis. El momento más triste fue la final del fatídico campeonato del 89, cuando en el noveno inning del último juego, en el Guillermón Moncada de Santiago de Cuba, con las bases llenas y dos outs, el gran Euclides Rojas dio un pelotazo a Juan Manrique y los Industriales perdieron un título que habían merecido ampliamente. Año tras año, los Industriales nos decepcionaban cruelmente, pero sin remedio volvíamos a enrolarnos en su causa cuando comenzaba la nueva temporada. Aquel era el Industriales mágico que había ganado el campeonato del 86 con el jonrón de Marquetti, un momento tan hermoso que fue mejor que en las películas de béisbol. Industriales, después, perdió todos los campeonatos, pero siempre jugando con más elegancia, clase y precioso estilo que sus bastos y deslucidos rivales, y eso nos proporcionaba algún consuelo. Aunque al final se derrumbaran, los Industriales nos alegraban las noches de la Lenin cuando realizaban alguna estupenda jugada, tal vez un doble play de Juan Padilla y Germán Mesa, tal vez una atrapada de Javier Méndez en el jardín central, que nosotros no veíamos, pero que en la descripción de Fernández Lima o de Ángel Miguel Rodríguez parecía aún más hermosa que en la realidad. Ahora Industriales es un equipo anémico, decrépito y arruinado. Pero todavía yo les guardo respeto y una profunda, aunque dolida, lealtad.
En la Lenin el deporte más practicado no era el béisbol, que es tan difícil. Los partidos de béisbol en las competencias de la escuela eran aburridísimos, los pitchers regalaban continuas bases por bolas, y los errores ocurrían a tutiplén. En cambio, los partidos de fútbol o los de baloncesto, más fluidos y despejados, resultaban muy emocionantes y atraían grandes concurrencias. A veces, los muchachos jugaban algunas variantes más fáciles del juego de pelota, el cuatroesquinas, o el taco. Allá por el 89, yo jugaba al taco con R., cuya ineptitud deportiva era proporcional a la mía, por lo que nos repartíamos triunfos y derrotas. R. era un muchacho orgulloso y huraño, incluso algo arrogante, aunque en realidad bajo aquella capa de soberbia hubiera miedo y confusión. Un día desdichado cayó en poder de algún chismoso el diario de R., en el que este, con un candor exquisito, contaba sus aventuras homosexuales en la ciudad, los fines de semana. Un tribunal masculino se reunió de emergencia para juzgar a R. sumarísimamente, y aconsejó al pobre abandonar la escuela antes de que los otros varones del albergue lo atraparan y le dieran una feroz paliza, que era la forma habitual en que casos semejantes eran ventilados. El consejo, en realidad, era un dictamen de expulsión deshonrosa, incluso viniendo de mi grupo, que era una banda de noblones, buenos muchachos que vivían en paz, estudiaban desganadamente, quemaban todos los días para impresionar a las bellas con sus abultados músculos, y discutían con agitado interés todas las nuevas noticias que llegaban de la perestroika soviética, que por entonces era el tema de mayor atracción después del sexo y del béisbol. Todo en aquella época, el sexo, la política y el béisbol, estaba mezclado. Cuando Mijail Gorbachov paseó en triunfo por Rancho Boyeros, nuestra escuela acudió a saludarlo, pero nosotros llevamos nuestro radiecito para escuchar la transmisión de un insignificante juego entre Ciudad de La Habana y Camagüey, que entonces nos parecía tan trascendental como la amistad cubano-soviética. Dados los acontecimientos posteriores, no nos faltaba razón. R. se fue, evitando al menos la suerte fatal de otros desgraciados que se fueron de la escuela medio muertos, después de pasar por las manos de un pelotón de torturadores, sus propios compañeros. Dondequiera que R. esté, ojalá que no nos haya perdonado.
Es curioso que en Take Me Out (¿se acordará el paciente lector de Take Me Out, el verdadero tema de esta crónica?) el hecho que desencadena el conflicto dramático sea precisamente que el protagonista, Darren Lemming, uno de los mejores jugadores de las Grandes Ligas, líder de los Empires, gran bateador, admirado por sus compañeros, adorado por el público, un formidable héroe moderno, revele de repente que es homosexual. Curioso, porque los jugadores de béisbol, pura testosterona y soberbia machista, no parecen, a primera vista, personajes propios de una historia de confusiones sexuales. Este detalle, seguramente, explica el interés que la pieza ha despertado incluso entre espectadores completamente ignorantes de las reglas del béisbol. Por fortuna, Darren Lemming, interpretado enérgicamente por Daniel Sunjata, no es el típico héroe de tanta mediocre y obsesiva literatura gay, sino un carácter vigoroso, pleno, desafiante y viril, que no atraviesa crisis de identidad sino políticas, de relaciones sociales. «Yo voy a tener sexo, y lo voy a hacer porque soy rico y famoso y talentoso y bien parecido, así que es ley que lo haga», proclama Lemming. «Preferiría hacerlo con un hombre, pero, en realidad, cuando todo esté dicho y hecho, preferiría más bien jugar béisbol». Un amigo le da un consejo a Lemming, que parece tan seguro de sí mismo: «Hasta que no ames a alguien no conocerás tu propia naturaleza». Ese consejo provocará finalmente una tragedia, un crimen en pleno terreno de béisbol, un pelotazo mortal lanzado contra la cabeza de un bateador. ¿Accidente? ¿Asesinato? El autor de Take Me Out, Richard Greenberg, y el director, Joe Mantello, se toman casi tres horas para aclarar ese misterio. Tres horas es mucho tiempo en el teatro, y Take Me Out, después de un primer acto brillante, en el que las acciones alcanzan un ritmo mucho más veloz y excitante que el del propio béisbol, se prolonga demasiado en el segundo acto y languidece francamente en el tercero. La atención de los espectadores no decae tanto gracias la imaginativa recreación de los escenarios de la acción, los vestuarios del estadio, las duchas, la televisión, una habitación cualquiera y sobre todo, milagrosamente, el mismo terreno de béisbol, un teatro dentro del teatro. También habría que agradecer las actuaciones de todo el reparto, actores que el público ha visto antes haciendo papeles menores en algunas estupendas series norteamericanas como Sex and the City, The Sopranos o NYPD, pero que nadie recuerda. En particular, son muy apreciables las actuaciones de Neal Huff, que interpreta a Kippy Sunderstrom, el jovial narrador, amigo de todos, tolerante y bondadoso, que tendrá al final mayor implicación en los hechos de lo que parecía al principio, y la de Denis O’Hare, en el papel del Mason Marzac, el agente de negocios de Darren Lemming, homosexual contenido y renuente, con los nervios a flor de piel y el corazón brincándole en el pecho cada vez que el titánico Lemming lo mira a los ojos o le roza la pierna. O’Hare, generoso en sus emociones y en sus gestos, tiene el mejor momento de la noche cuando pronuncia el largo monólogo de Marzac acerca del significado del béisbol. Después de todo, Take Me Out es solo un pretexto para la celebración del juego, y si algún espectador estaba más interesado en discutir políticas sexuales y no en el misterio del béisbol, debe haber salido decepcionado. No en balde, en el programa de la función fue incluido un glosario de términos técnicos del béisbol que a los cubanos nos resultan muy familiares pero que los ingleses desconocen totalmente. Take Me Out es una historia de amor, pero no entre hombres, como pensaron muchos despistados, sino de los hombres con el juego. «El béisbol es el verano, limonada y mi papá», declara nostálgicamente un personaje. Pero Mason Marzac, que no juega, es el que mejor lo explica. Cuando el enfurecido Lemming quiere abandonar el béisbol, Marzac se horroriza. Su vida, le explica Marzac a su cliente, ha quedado transformada desde que asiste a los partidos. Antes no sabía las reglas, ahora toda su vida pende de un out o de un hit. «La vida es tan corta, y tan ordinaria… tú me has sacado de ese hastío», le dice Marzac a Lemming, pero esa declaración de amor no está dirigida al hombre hermoso, sino al glorioso jugador. «El béisbol», dice Marzac-O’Hare, arriesgadamente, «es una metáfora de la esperanza en una sociedad democrática». Suspira, y explica: «En el béisbol, todo el mundo tiene una oportunidad, y la posibilidad de sacar el mayor partido de ella». Es cierto, de alguna forma, el béisbol es una alegoría de la delicada relación de equilibrios entre el individuo y el grupo, la victoria es una realización colectiva, pero la contribución de cada quien está claramente marcada, se sabe quién jugó bien y quién cometió errores fatales. Cada uno tiene derecho a gozar por un instante de toda la atención, cuando le toca el turno de batear se convierte en el jugador más importante. Depende de él aprovechar ese instante, alcanzar la gloria, o bien, si falla, hundirse en la oscuridad y el olvido. Pero el béisbol es un juego de permanente optimismo. En el béisbol, «nunca es demasiado tarde», dice Lemming en algún momento, hasta que no termina el juego no desaparece la ilusión de la victoria. «Es lo mejor de todo», admite también Marzac, «en el béisbol no hay reloj». Siempre queda una oportunidad para la redención, individual y colectiva, un jugador mediocre y despreciado puede un día salvar un juego, y un equipo debilucho puede ganarle con irritante frecuencia al equipo campeón. Debe ser por eso que el béisbol fue tan importante para nosotros en las viejas noches de la Lenin. Ahora, precisamente cuando los recuerdos de la Lenin se han vuelto al fin más tolerables, mi interés por la pelota se ha atenuado, sigo los campeonatos más distraídamente y no albergo vanas esperanzas en una resurrección de los Industriales. Pero todavía, cuando el campeonato termina, siento brevemente la misma sensación de abandono, de repentina soledad y desprotección, de hastío y desinterés por la vida cotidiana, que sentía en la Lenin cuando se terminaban los juegos al final de la primavera, los jugadores se iban de vacaciones y la radio callaba. «Ah, ¿qué vamos a hacer hasta la próxima temporada?», exclama Marzac al final de Take Me Out. Esa misma pregunta me hacía yo, al sacar la cuenta de que todavía faltaban dos meses para el fin de curso y muchas largas noches vacías.