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¡Cubanos desnudos me traen clicks!

Hay un viejo post que siempre me trae clicks. La gente más disímil vuelve a pincharlo, una y otra vez, luego de buscar dos palabras claves en los motores de búsqueda en Internet: «cubanos desnudos».

Homenaje a la Soledad, Servando Cabrera Moreno, 1970.

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Ya nadie escribe cartas

La gente ya no espera que suene aquel timbre clásico del teléfono. Rrrrrrriiiiiiiiiiiiing! Yo nunca tuve de esos. Pero (antes del E-mail y el SMS) en casa recibíamos cartas y postales.

En los ’90 comenzaron a tardar meses, años. No llegaban. Mis abuelos dejaron de enviarlas y cambiaron bolígrafo y papel por Microsoft e Internet. En esa época yo tenía un diario adolescente, ridículo, y guardaba bajo el colchón algunas cartas. Ningún amigo perdido podía ser reencontrado en Facebook o Twitter. Y este poema de Alexis Díaz Pimienta tenía sentido sin sustituir «árbol» o «piedra» por «carpeta de borradores» o «papelera de reciclaje»:

Las cartas extraviadas

Por favor, no rescaten las cartas extraviadas.

Dejen el sobre junto al tronco del árbol,

bajo anónima piedra, o rodando en los parques

Hay cartas que se escriben para que no lleguen,

para que al otro lado de la voz desconfíen de todo,

para que exista una segunda carta, explíciita e inútil.

Ello ocurre con la anuencia de todos,

con sobresaltos premeditados y complicidades.

Son meses, años, de matemática inocencia.

En esas cartas se confesaba todo,

se avisaba de peligros que luego reblandeció la lluvia:

en esas cartas hubo posdatas premonitorias

de su propio extravío.

Su verdadero destino era el silencio,

la maleza al borde de las camas,

las telarañas sobre los alféizares,

las nubes en el rostro.

Definitivamente,

al otro lado de la voz no la esperaban.

Déjenla junto al árbol,

bajo anónima piedra,

rodando en la memoria del feliz remitente.

Por favor, no rescaten las cartas extraviadas.

Dejen el sobre junto al tronco del árbol,

bajo anónima piedra, o rodando en los parques

Hay cartas que se escriben para que no lleguen,

para que al otro lado de la voz desconfíen de todo,

para que exista una segunda carta, explíciita e inútil.

Ello ocurre con la anuencia de todos,

con sobresaltos premeditados y complicidades.

Son meses, años, de matemática inocencia.

En esas cartas se confesaba todo,

se avisaba de peligros que luego reblandeció la lluvia:

en esas cartas hubo posdatas premonitorias

de su propio extravío.

Su verdadero destino era el silencio,

la maleza al borde de las camas,

las telarañas sobre los alféizares,

las nubes en el rostro.

Definitivamente,

al otro lado de la voz no la esperaban.

Déjenla junto al árbol,

bajo anónima piedra,

rodando en la memoria del feliz remitente.