Después de llegar de improviso, en algún hospital cercano a una residencia estudiantil de la ex Leningrado, en la ex URSS. Después de estar solo de paso en la casa de los abuelos en Kleinbodungen, en la ex RDA. Después de mi primera guardería y del primer empleo de mi madre en Dessau (también en la ex RDA). Después de Kleinbodungen, otra vez, para la despedida. Después de aterrizar en Guanajay, en la “Habana Campo”, Cuba. Después del desalojo de Boyeros y del Coppelia a la vuelta de la esquina, en el Vedado, en el mismísimo centro de la Ciudad de La Habana. Llegar, por fin, a la primera casa propia. La única que tendría la familia antes del desmoronamiento. Y después. En el reparto Alberro, en el Cotorro, un barrio construido sobre lo que antes fuese un pantano. Afuera de las afueras. En el borde-margen-periferia de la Ciudad de la Habana capital. Oir el grito de los vecinos a coro al avistar el camión de mudanzas. –¡Aguaaaaaaa!
Ver a algunos bajando las escaleras para ayudar. Algunos. Llegar a un cajón de 45 apartamentos, frente a otro cajón de 45 apartamentos, detrás de otro cajón de… ¿45 apartamentos? Y al costado de otro. Y rodeado de otros… Cerca de un supermercado y de un círculo infantil. Un “edificio de microbrigada” en el que mis padres no pudieron trabajar para construir su propia vivienda. Eran “imprescindibles” en la oficina. Así que nos tocó el “apartamento afectado”. El más pequeño. En el quinto piso. Sin balcón. Jugar a los yaquis. Al pón. Al trompo. A los escondidos. A barrer la hierba del “trabajo voluntario”. A baldear las escaleras y ver correr los chorros de agua batidos por las escobas. A sacar cubos de agua de la cisterna. Se rompió el motor. Otra vez. A subirlos. De dos en dos. Hasta el quinto piso. Sin balcón. Sin elevador. Hasta llenar todas las vasijas. Por la escalera. Jugar a escuchar la música de “Japi”. El mulato del cuarto piso de enfrente. Que sacaba sus bocinas al balcón temprano en las mañanas de domingo. A las ocho. O las ocho y media. ¿O eran las nueve? No lo sé. Era temprano. Muy temprano. Y “Japi” volvía a encerrarse en su casa. Mientras Nath King Cole nos despertaba entonando unos boleros… ¡en español! Él cantando. Y nosotros rezongando, maldiciendo, cag… donos en la hora y la madre que los parió a los dos, a ¡Japi y a Cole! Oir los quejidos de Ignacio todos los días, por varios meses de alguno de esos primeros años. Impidiéndonos dormir “a pierna suelta”, sin que nos importase un pito Virgilio o “la circunstancia del agua por todas partes”… Sin salir al balcón. Sin agitar el pañuelo ni tirar la toalla. Atravesado por una bala en cámara lenta. Lentíiiiiiiiiiiisima. Aquel mulato largo y alegre, que había gritado “¡aguaaaaaaa!” al avistar nuestro camión de mudanzas, que había bajado luego corriendo a ayudar, se despedía de nosotros a grito pelado. Mientras, un “cangrejo” de sepetecientos mil demonios le robaba los huesos. Antes o después. No sé. Aquel día. Oír los gritos de la bronca acercarse por un lado. Y los de mi madre urgiendo mi escapada desde arriba. Quedar petrificada un instante mínimo. Entender. La pelea semanal entre dos de los “machos alfa” de aquel barrio de trabajadores ferroviarios, de la educación, de la industria ligera, de la Antillana de Acero…. Huir. Quitar el último pie en el último segundo y escapar escaleras arriba. Justo antes de que el machete cayera sobre la huella de mi paso. Espiar la novela brasileña por la ventana, rumbo a la puerta abierta de la vecina. Abrir la persiana despacito mientras ponían los créditos. “Doña Bella”…“No es para niños”, decía mi madre, pura heroína a contracorriente, con un profundo sentido pedagógico ajeno al trópico. Ver desaparecer a los gatos del barrio y crecer los huertos de autoconsumo durante el Período Especial. Los apagones. Ocho horas con luz y ocho sin. Dormir en el suelo. Caminar desde el Lido hasta la Virgen del Camino a falta de guaguas. Hacer la cola de la col. La larga cola de la col. Venir por el camino comiéndola cruda, sin lavar. Ir a las Playas del Este en bicicleta china. Dos horas pedaleando. ¿O eran tres? Ver alejarse las balsas. Repletas de niños. Verlas volver, rechazadas por el temporal. Hombres adultos machete en mano. Mujeres y niños en un solo llanto. La arena golpeándonos el rostro en bofetadas múltiples, entrando por los ojos, doliéndonos las córneas.
Bisté de toronja. Agua con azúcar. Pan con azúcar. Azúcar. Croquetas de arroz… con arroz. Las primeras fiestas adolescentes. Los “tenis de zippercito”. Los “cordones fosforescentes”. La ropa descosida para coser “ropa nueva”. Mi “ajuar quinceañero”. Y no. El Período Especial no se acabó para mis quince, como yo misma había audazmente pronosticado, cinco años antes. No volvió la añorada «abundancia realsocialista» ni hubo «vuelta a Cuba», ni viaje a Leningrado. Pero llegó “La Lenin”. Con sus monogramas rojos, sus tostadas, sus “arroz con boniato y barquillo”. Y Alberro comenzó a ser sólo un pase(o) de fin de semana.